Los Reyes son mi abuela buscando hueco entre la muchedumbre, tirando de mi mano en primera fila. Siento su presencia detrás de mí, sobre mis hombros minúsculos. Luces, música.
La ilusión intacta. «Ahí veñen», dice. Luego la lluvia de caramelos, la guerra entre niños y adultos. Nos vamos a casa con los bolsillos llenos. A su lado. Esa tierna protección, ese instinto suyo sigue conmigo hoy, tan lejos de la última vez que me llevó a la Cabalgata.
Hoy es mi cumpleaños, el 6 es el de mi abuela. Baltasar era nuestro favorito, herencia de los mediodías en que veíamos el Príncipe de Bel-Air. «Ahora tes que portarte ben», me decía, y yo intentaba, como el mal estudiante que deja todo para la noche anterior, fiarlo todo al tiempo que tenía entre la Cabalgata y la mañana de Reyes para ser bueno.
Mi único patrimonio es el Etrusco, la BH California y el Castillo de Greyskull. Lo que siempre fui. Lo que siempre seré. Dejar una copa de anís para Baltasar y un turrón que amanecía mordido. Mantener a salvo el sueño de la presencia de unos Magos que recorren cada casa y que se acuerdan de cada familia. Mirar desde el corazón. Olvidar las miserias. Retornar a la patria invisible de la infancia. Creer. Creer es no dudar. Mirar atrás no es melancolía, es reconocer lo que fuimos.
¿En qué se ha convertido ese crío hoy? ¿En qué sustancia grisácea, en qué inesperada ceniza? Nunca pierdas la oportunidad para recuperar un instante al niño que va entre la multitud de mano de su abuela. Con la sonrisa ilesa. Con la imaginación ardiendo. Con la certeza imposible de la magia.