Esplendor en la hierba

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

26 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

«La raspa la inventó / Amancio con el balón / Amancio pasa a Pirri / y Pirri mete el gol». Lo cantábamos los chavales de los años setenta. La de los niños es una cultura oral y resulta que Amancio, que todavía jugaba, ya tenía su nombre en las coplillas infantiles, que son más duraderas y gloriosas que los romances épicos. Y encima en heptasílabos, como las endechas de Góngora. Vale que los futbolistas de hoy son ídolos, pero los de aquella generación eran directamente dioses: prácticamente nada se sabía ni interesaba de sus vidas privadas, solo se manifestaban en el césped; y los cromos, el único medio en el que podíamos verlos a todo color, tenían la consideración de las estampitas de santos. Si bien, aquellos eran dioses extrañamente humildes, vestidos con aquellas equipaciones que, vistas hoy, parece siempre que les quedaban demasiado grandes o demasiado pequeñas.

Amancio, que había firmado su primer contrato (con el Victoria F. C.) en un trozo de papel de estraza, era el paradigma de aquel tipo de jugador de fútbol con estoicismo de ciclista. Ese estoicismo era indispensable, con la leña que se arreaba entonces en los campos. Especialmente en el caso de Amancio, cuya apoteosis era el gol, pero cuyo virtuosismo era el regate y la internada. He estado observándolo estos días, en el canal de televisión del Real Madrid, donde repiten una y otra vez sus jugadas. Algunas las había visto muchas veces, pero otras me doy cuenta de que solo las conocía por haberlas oído contar. Hay goles grandiosos, como el famoso de la Copa de Europa de 1966 contra el Partizán de Belgrado en el minuto 70, pero lo más impresionante es verlo zafarse de los defensas, como si más que regatearles les bailase una danza de la lluvia. Como el título del poema de Wordsworth, aquello era literalmente un esplendor en la hierba en el universo daltónico del NO-DO. Si no le dieron el Balón de Oro fue seguramente porque les debió parecer que con Luis Suárez ya estaba bien de coruñeses, pero Amancio logró algo igualmente duradero: cambiar el significado del número 7, que a partir de él se convirtió en el guarismo fetiche de la camiseta del Madrid. Y, cuando para jugar contra el Brasil de Pelé en un partido de homenaje, la FIFA quiso reunir a lo mejor del resto del mundo, allí estaba Amancio con Yashin y Beckenbauer, en aquel equipo que más que un equipo era un resumen y una antología del fútbol. No sé lo que sería exactamente la raspa aquella, pero a lo mejor es verdad que la inventó Amancio.

Yo conseguí su cromo para mi álbum del Mundial de 1974, en el que España figuraba en la sección de las grandes selecciones no clasificadas. Pero aquel año fue el del ocaso de su carrera, que tuvo también su trágico aliento épico. Fue en Granada, como en una de esas reyertas del Romancero Gitano de Lorca. El paraguayo Pedro Fernández se la tenía guardada al gallego por un incidente de tres años atrás y en Los Cármenes le esperaba la venganza: una entrada tan salvaje que había que buscarla en el Código Penal más que en el reglamento del fútbol. El Brujo todavía jugó algunos partidos más, pero aquellos dos últimos años fueron el canto del cisne blanco. Herido en el muslo derecho como los héroes homéricos y los toreros, tuvo que abandonar definitivamente. El poema de Wordsworth que citábamos se escribió mucho antes de que se inventase el fútbol, pero parece prefigurar a sus grandes astros, como Amancio: «Aunque nada pueda hacer / que vuelva la hora del esplendor en la hierba, / no debemos sentirlo, / porque la belleza permanece siempre en el recuerdo».