Luis Pita tiene 90 años y sigue yendo a su tienda de ropa a diario: «Amancio Ortega me dijo: 'Luis, yo lo que quería era un comercio como este'»

YES

VÍTOR MEJUTO

En su establecimiento, que lleva su nombre y su apellido, recibe a la gente junto a su hija Raquel, que es quien lo regenta a día de hoy. «Ya no hablo de ropa con los clientes, sino de la vida», dice. Es memoria viva de A Coruña

16 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Es habitual ver a primera hora de la mañana a Luis Pita limpiando la acera de su tienda de moda de caballero en A Coruña. A dos días de cumplir 90 años, este hombre se sigue levantando de la cama con la ilusión de pasar el día en su negocio. También con una energía y una agilidad inusuales a su edad. «Me levanto a las 7.30. Hago un poco de gimnasia, desayuno sobre las 8.30 y ya vengo para aquí», explica. Lo hace andando, subiendo cuesta arriba un tramo de la avenida Finisterre —la tienda, que se llama Luis Pita como él, está en el número 2 de la calle Tornos y hace esquina con esa vía—, desde su casa, situada en la zona del Palacio de la Ópera. «Es poco trayecto. Hombre, se baja más fácil que se sube, pero lo llevo bien», señala.

Basta poner un pie en la tienda para encontrar a su hija Raquel al pie del cañón tras el mostrador. Del otro lado, sentado en una silla, aguarda su padre, fiel lector de La Voz, mientras ojea el periódico. Nada más entrar por la puerta, salta como un resorte de su asiento y se pone en pie en una exhalación. No es una pose. Durante la próxima hora, Pita conversa igual de erguido sin la más mínima necesidad de apoyarse en nada.

—¿Qué ejercicios hace para estar así de bien?

—Hago así [mueve los brazos a los lados, arriba y abajo], hago gimnasia de respiración, y hago así [empieza a correr enérgicamente en el sitio]. Los muslos están duros por ahora, ¡ja, ja! A mí siempre me gustó hacer algo de ejercicio en casa todos los días, aparte de andar.

Su día a día es de lo más activo. Casi tanto como el de cualquier trabajador. «Cuando llego, voy a comprar la prensa al quiosco. La leo, estoy por aquí, hago los recados —le pide a su pescadera que le reserve la compra por teléfono y después va a recogerla a la plaza de As Conchiñas—, y como en casa de mi hija Raquel o de mi nuera, María. Después, entre las seis y media y las siete de la tarde, ya me voy para casa». Dice «ya» como si se replegase pronto tras pasar absolutamente todo el día fuera. Sobre las ocho de la tarde, cena y lee, o bien ve un poco la televisión. «Me gusta mucho leer, ahora estoy con un libro sobre Alejandro Magno que me regaló mi hija en Reyes, y mi nuera me regaló otro de Ken Follet», apunta.

«A mi padre le da la vida venir. Yo siempre le digo: ‘A ti la tienda te dio la vida y a mí me va quitando una poquita’», dice su hija Raquel entre risas. Ella es la tercera generación de la familia al frente del negocio. De niña ya hacía los deberes allí. «Y como nunca quise estudiar, ya me quedé. Yo intentaré jubilarme en la tienda, a ver si lo consigo. Llevo ya 34 años cotizados».

ABRIÓ SUS PUERTAS EN 1942

«Mis padres abrieron la tienda el 2 de mayo de 1942», recuerda Luis, que empezó a echarles una mano con 18 años. «No quise seguir estudiando una carrera, porque ya me gustaba la tienda», señala él, que trabajó hasta los 72. A esa edad se jubiló, pero no dejó de ir ni un solo día al negocio desde entonces. Eso sí, ya no despacha. No va a trabajar. «Yo ya no hablo de ropa con los clientes, sino de la vida». Pita la ha visto pasar delante de su negocio desde aquellos años 40.

«En aquella época, por aquí solo había esta casa y otra cercana. Después, había una cuadra de caballos y otra más, ya hacia el Ventorrillo. Y estaban las escuelas públicas, con los niños abajo y las niñas en el primer piso», recuerda. En ese escenario, sus padres apostaron por un negocio que primero vendía artículos variados tipo bazar y que después se fue transformando hasta convertirse en mercería. «Trabajábamos mucho también la zapatilla de paño, que las personas venían a pie a buscarlas desde las aldeas de Suevos y de Pastoriza, por ejemplo. Y recuerdo que mucha gente se acercaba para vender lo que cultivaba, porque por esta zona se hacía una especie de mercadillo al que acudían los tenderos para comprar patatas y alimentación». Más adelante, los Pita empezaron a vender productos para el hogar, como toallas, mantas, sábanas, percales, vichys, franelas, mahones de Vergara... «Una pieza de mahón de 30 o 40 metros la vendían en dos días, porque se usaba para hacer ropa de trabajo», indica. Hasta que el negocio evolucionó en tienda de ropa y confección.

Hoy, Luis Pita es una de las poquísimas tiendas de moda de toda la vida que sobreviven en un barrio ahora deprimido, pero que hace dos décadas funcionaba como uno de los grandes epicentros comerciales de la ciudad. «La calle Barcelona tuvo un comercio muy bueno, ya no solo tiendas de Inditex, sino de firmas de moda. Y yo no les echo la culpa a los centros comerciales tampoco», afirma.

«La pena es que se pierda la esencia del comercio tradicional pequeño, el asesoramiento que le das a la gente, la calidad de la prenda... Tú aquí ves que a un cliente la prenda le sienta mal, y no se la vendes. Tienes que orientarle sobre lo que le va bien y lo que no. Hay muchos que todavía no saben qué talla llevan», indica Raquel. Su padre añade: «Si la gente ve a alguien por la calle con una prenda que le queda mal, se pregunta: ‘¿Pero dónde compró este señor?’. Tú aquí entras, y Raquel ya te sale con la cinta métrica para tomarte las medidas, que es lo primero que hay que hacer. Y muchos se sorprenden y dicen: ‘¡Qué profesional!’».

El nonagenario recuerda que en el año 1965 tuvieron que trasladar la tienda a la calle San Isidoro, porque tiraban la antigua casa en la que se emplazaba para hacer la actual. Allí recibió la visita de Amancio Ortega. «Y me dijo: ‘Luis, yo lo que quería era un comercio como este’, a lo que yo le contesté que con la industria tenía muchas más posibilidades de expandirse. No sé si se acordará de ese detalle. Y luego, en 1975, abrió el primer Zara». Antes, Pita ya contaba en su negocio con las famosas batas de GOA. «Yo a Amancio y a su hermano mayor, Antonio, ya los conocí hace muchos años, cuando Antonio trabajaba en La Maja. Después ya montaron lo de las batas, y ahora.... Como digo yo, los milagros de Jesucristo al lado de Amancio Ortega no son nada, ¡ja, ja! Ojalá hubiera cien Amancios. Vivíamos todos, porque él da mucho trabajo».

Pita no concibe eso de jubilarse antes de tiempo. Ni siquiera lo hizo cuando le tocaba. «A la persona que estudia una carrera tiene que gustarle, porque si no, se levanta ya quejándose por ir al trabajo». «Yo reconozco que mi padre, si no siguiera viniendo, no estaría como está. Tiene la ilusión de estar aquí, de hablar con la gente, de hacer los recados...», dice su hija. Él la interrumpe: «Yo tomo un café, pero estoy cinco minutos y marcho. No soy de andar en cafeterías. Hay que tener actividad». Tal es la suya que los sábados cocina para toda la familia. Y los domingos discurren entre la casa de su hija y la de su nuera, para disfrutar de los nietos. Eso sí, entre semana ni se plantea dejar de ir al negocio cada mañana.

Su barrio, a efectos prácticos, es ese y no en el que reside. «Cuando murió mi mujer, el funeral fue aquí. Y el mío también lo será», asegura. Aunque para eso, a juzgar por su excepcional aspecto, cualquiera diría que queda mucho. «Eso, como decía mi suegro, es la velita. Unas son más pequeñas y otras más largas. De momento, la mía va siendo alta. Cuando venga, que sea sin mucho sufrimiento. Yo me encuentro bien, pero a estas edades puede venir el bajón», señala Pita.

A esas edades y a otras. Por desgracia, esta familia lo sabe bien. La mala fortuna se llevó a su otro hijo, Luis, a los 51 años. «Nosotros lo vivimos con mi hermano, que fue de repente. Un cáncer de pulmón se lo llevó de una semana a otra. Dijeron que era una pericarditis, lo operaron y, cuando le quitaron el líquido, le dijeron que era cáncer. Ingresó un lunes, se operó el martes y el sábado murió. Esas cosas sí que te marcan», relata Raquel emocionada.

Los dos hermanos trabajaban juntos en el videoclub que la familia tuvo durante años en la misma calle que la tienda. Después y hasta que la enfermedad se lo llevó, Luis estaba junto a Raquel al frente del comercio, que desde entonces regenta ella sola. El negocio les ayudó a sobrellevar la tragedia. «Desconectas un poco y no estás todo el día pensando en esa desgracia. Tocó y nada más, no hay otra. A lo largo de la vida tienes momentos muy felices, otros no tanto... Lo principal es que la familia se lleve bien, que esté unida y nada más», afirma Pita.

«Tú harás como el abuelo, que vino a la tienda hasta el día en que murió con 94 años», le dice su hija. Todo apunta a que sí.